La “auténtica democracia” que dice construir el actual gobierno pasa por la simulación, el empoderamiento y el control castrense. La implementación del plan DN-III implica, en su componente inicial, restricciones de movilidad y acciones de molestia a la población en aras de la protección del país.
Un tiempo lleno de esperanzas ha sido sustituido por un tiempo de miedos… va en dirección contraria. Ahora vivimos un tiempo de segunda mano…”
Sobre la batalla perdida, Svetlana Alexiévich, discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, 2015
Con un andamiaje legal e institucional desmantelado e inoperante de la seguridad nacional (dominado por militares), junto a una infraestructura sanitaria debilitada en forma irracional desde el año pasado, nuestro país enfrenta una severa amenaza en contra de toda la población. Todo ello de la mano de un gobierno que oculta y evade su responsabilidad de Estado bajo sofismas técnicos, la pésima retórica de fe religiosa o la falaz y autoritaria justificación ideológica (crisis como “anillo al dedo” de la cuarta transformación”, 2 de abril).
A contrapelo de acciones sociales, empresariales y de otras instancias públicas fuera del dominio gubernamental, en el escenario inédito de una amenaza global, la administración de Andrés Manuel López Obrador reacciona tarde y mal por la previsible limitada eficiencia de sus acciones (El Universal, 5 de abril). El gobierno enfrenta la pandemia del coronavirus con herramientas legales e institucionales menores en aras de un presidencialismo autoritario que hace de lado recursos de Estado con mayor efectividad que existen, incluso evolucionando desde hace más de un siglo, como lo es el Consejo de Salubridad General.
Comisión versus Comité, el complejo del control unipersonal. De no haber sido por la presión de la opinión pública (donde el exministro José Ramón Cossío fue tenaz en su señalamiento) y de la oposición en el Senado, el gobierno no habría convocado a la sesión extraordinaria del Consejo de Salubridad General (19 de marzo). Parecía que el Ejecutivo federal corregiría la mala señal (desde enero) de dejar en manos de una sola institución, la Secretaría de Salud a través del Comité Nacional para la Seguridad en Salud, la iniciativa y responsabilidad de planear y operar de acciones (que en su parte medular apenas llevan dos semanas de implementación) en contra del coronavirus.
No hubo rectificación. El resultado fue considerar la convocatoria de la Comisión como una mera una formalidad y someter o dejar sin efecto a una instancia superior de Estado, con carácter de autoridad civil (y con la fuerza de la inteligencia científica de todo el país), solo por debajo del Presidente de la República. La Comisión, según lo decretado en el Diario Oficial el 20 de marzo, no solo validó lo hasta entonces realizado por la Secretaría de Salud a través del Comité (sin los alcances de autoridad y responsabilidad legales que tiene la primera), y delega (sin que exista dicha potestad normativa) toda decisión a la propia Secretaría.
La diferencia de fondo entre la Comisión y el Comité no es sólo nominativa sino su carácter de autoridad real en una emergencia: la primera puede imponer sus decisiones en tanto su definición de instancia constitucional y legal, acompañada de sus facultades reglamentarias que le permiten operar en forma eficiente coordinando a otras autoridades. El Comité simplemente “exhorta” a otras autoridades e instancias públicas y privadas, y su composición es endogámica, incluye solo funcionarios de la Secretaría de Salud donde el Subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, formalmente tiene un papel secundario en su calidad de vicepresidente (quien preside es el mismo titular de salud).
La Comisión se conforma, además de funcionarios de la Secretaría de Salud y un secretario técnico con nombramiento expreso y adscrito a la dicha dependencia, con representantes académicos y científicos del país a los que se les da un peso importante sobre lo que se discute y decide. Este componente de verdadera deliberación técnico-científica amplio de la Comisión, donde tiene su fuerza legitimadora y de credibilidad, no existe en el Comité cuyo carácter, se ha visto, es más de un apéndice presidencial y político. De hecho, el último acuerdo del secretario de Salud (31 de marzo), al especificar las medidas extraordinarias luego de la declaración de emergencia sanitaria por “causa de fuerza mayor” (30 de marzo), deforma a la Comisión al incorporar, entre otras dependencias, a la Sedena, la Semar y la de Seguridad y Protección Ciudadana, en calidad de vocales (que deberían estar sujetas a las indicaciones coordinadoras de la Comisión), desvirtuando así su objeto originario como operó en la emergencia de 2009.
Esta distorsión de graves consecuencias legales, políticas y sanitarias, sólo se justifica en el complejo presidencial de tomar decisiones sin deliberación, sin escuchar opiniones y argumentos ponderados fuera de su círculo de confianza… y de sus prejuicios (ideológicos, políticos y personales). Desde enero con el Comité y el protagonismo del subsecretario de la Prevención y Promoción de la Salud, y ahora la misma Secretaría, refrenda “el estilo personal de gobernar” (Daniel Cosío Villegas dixit sobre Luis Echeverría) del presidente y le permite un control absoluto y vertical de las decisiones (Diario Oficial, 27 de marzo). Al final de la sesión del día 19 de marzo, el enojo evidente de algunos miembros de la Comisión fue muestra de la frustración y el sometimiento autoritario (con algo más que amenazas de restricciones presupuestales a sus instituciones académicas) del que fueron víctimas por los personeros presidenciales, para aceptar los términos vergonzantes del decreto redactado por la Presidencia y publicado al día siguiente.
No es un asunto menor ni la forma ni el resultado de esta acción en la que el Ejecutivo renuncia a una herramienta de autoridad, consolidada en términos de seguridad nacional, para salvaguardar la integridad de la población ante una amenaza generalizada, como ya se había probado frente al virus AH1-N1. Las víctimas mortales de la pandemia en nuestro país (“sólo” el 0.2 por ciento de la población, según las optimistas previsiones tecnocráticas del Subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud), tendrán mucho que ver con esta decisión presidencial.
El factor militar y la farsa civilista. La “auténtica democracia” que dice construir el actual gobierno pasa por la simulación, el empoderamiento y el control castrense. En el peculiar aviso de intervencionismo militar (con la cobertura “aséptica” o híbrida de los planes de Defensa Nacional III y Marina) en la emergencia sanitaria y ante el cuestionamiento de un confinamiento cuasiobligatorio de la población para contener la tasa de contagios, el presidente negó que hubiese necesidad de decretar restricciones severas.
No obstante, la misma implementación del DN-III de ayuda militar a población en casos de desastres implica en su componente inicial, si es el caso, restricciones de movilidad y acciones de molestia a la población en aras de la protección del país (con respeto irrestricto a derechos humanos que son irrenunciables aun en casos de emergencia, como es el derecho a la vida) y de restablecer condiciones de equilibrio en términos de orden y paz sociales. El dilema lo resuelve el gobierno con la simulación al apuntar que los planes de represión, en caso de saqueos o disturbios sociales, serán ejecutados por la Guardia Nacional integrada mayormente por soldados, dirigidos operativamente por un militar (ya en retiro) bajo las órdenes de la Sedena, pero formalmente bajo la responsabilidad del Secretario civil.
La trampa legal y política es clara en función de proteger la imagen de los militares: en caso de abusos y comisión de violaciones graves a los derechos humanos, la responsabilidad será del lado civil y no de la Sedena o Marina.
La otra cara de la moneda simulatoria se encuentra en la ocupación militar del complejo público sanitario de alta especialidad y de tercer nivel con que cuenta el país. De este modo se envía el mensaje de fuerza necesario para acallar las protestas de las y los médicos y enfermeros civiles por la falta de insumos e infraestructura en la atención de las víctimas por el COVID-19.
A esto se añade que los recursos anunciados para las secretarías de Defensa y Marina, además de que la Sedena está controlando compras de insumos médicos para la mitigación de la pandemia, las prioridades castrenses (cuya infraestructura y recursos humanos son menores a la capacidad instalada civil) pasan por su autoasignación antes de destinarlos al campo hospitalario público y civil del país.
Otro efecto de esta agenda no declarada es el control de la información. Si como se ha documentado en los meses previo al arribo de la pandemia, se observa un subregistro de casos, en esta fase de atención el control militar sobre la afectación humana será crucial para ajustarlo a las expectativas y deseos presidenciales. Siguiendo una vieja tradición del sistema político mexicano de un autoritarismo que creíamos extinto, nunca sabremos con certeza el impacto de la magnitud de decesos y afectaciones por la pandemia. El empoderamiento castrense, hay que decirlo, es la clave para fortalecer el autoritarismo presidencial que ya se manifiesta en esta crisis.
(In)cultura de seguridad nacional y futuro incierto. Ya como presidente electo y en medio del proceso de definir a los titulares de defensa y marina (verano de 2018), al término de una entrevista privada con académicos militares, Andrés Manuel López Obrador expresó que eso de la “seguridad nacional era algo complejo”. El encuentro y el señalamiento explica, sin duda, su convencimiento de asumir nociones (y prejuicios) donde el eje definitorio de la seguridad nacional pasa por la óptica militar, apartándose de su papel como gobernante en un Estado democrático de derecho bajo un liderazgo civil. Es cierto que nuestro marco legal e institucional en la materia era incipiente e inmaduro y que la vigencia plena de su ley siempre fue una asignatura y expectativa pendiente del Estado: como la operación prevista de un Consejo de Seguridad Nacional o la materialización de un sistema de información e inteligencia estratégica bajo el liderazgo civil del Cisen (que hubiese sido vital en el escenario actual), entre otras peculiaridades.
La claudicación política del presidente con su arreglo militar-civil, derrumbó el entramado de seguridad nacional que se construía desde hace treinta años en el que el factor castrense era importante pero no su eje principal ni su visión de poder y control como se observa ahora.
Las consecuencias de esta debacle en materia de seguridad nacional son inciertas en cuanto al retroceso que significan para la aspiración de una cultura especial que ya se vislumbraba, al menos formalmente, cuando se reconocía la necesidad de conformar socialmente una “cultura de seguridad nacional” en el Plan Nacional de Desarrollo y en el Programa de Seguridad Nacional del sexenio pasado. La revisión operativa de productos de inteligencia estratégica como la agenda nacional de riesgos que elaboraba el Cisen (ahora Centro Nacional de Inteligencia, CNI, reducido a mera instancia operativa de espionaje policial y político), aunque no siempre atinada en sus previsiones (ahí está la elección de Trump o la situación pandémica actual), o de instancias de Estado como la Comisión Bicameral de Seguridad Nacional, pudieron haber sido apuntalados y reformados con un enfoque de Estado verdaderamente democrático para enfrentar amenazas como la que ahora tenemos. El reclamo de estas omisiones y las acciones del presente gobierno, ahí están y se harán presentes junto con las responsabilidades políticas y legales, algún día…, si subsistimos.